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Cómo se fabrica un ‘best seller’

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Cómo se fabrica un ‘best seller’ Empty Cómo se fabrica un ‘best seller’

Mensaje  Admin Lun Mayo 11, 2009 10:40 pm

No hay reglas ni recetas mágicas para que un libro se convierta en éxito de ventas. Pero ‘bombazos’ literarios como los de Stieg Larsson o Stephenie Meyer revitalizan el fenómeno ‘best seller’. ¿Por qué? Por Manuel Rodríguez Rivero.

Qué tienen en común El extranjero, Los cipreses creen en Dios, Los hombres que no amaban a las mujeres, La Biblia, El club Dumas, Diez negritos, Juan Salvador Gaviota, Corazón tan blanco y las Citas del presidente Mao? Probablemente sólo su condición de best sellers. Todos ellos son libros que en un instante o a lo largo del tiempo, en un territorio o en varios, en sólo una lengua o traducidos a muchas, han conseguido una especial notoriedad –más allá de cualquier consideración literaria– por el hecho de haber sido adquiridos –y leídos, aunque las dos cosas no siempre coinciden– por un gran número de personas. ¿Cuántos ejemplares se necesitan para hacer un best seller? Depende: las cifras varían desde el millardo atribuido a todas las ediciones de la Biblia o del Libro rojo a los 10 millones de ejemplares vendidos del más popular de los misterios de Agatha Christie, o a los casi 2 millones de la séptima novela de Javier Marías. Aunque las cantidades de siete cifras no son imprescindibles: 20.000 o 30.000 ejemplares son suficientes para que una novela en euskera se convierta en superventas en el País Vasco, un número casi despreciable si tomamos como referencia la canónica y codiciada lista de best sellers de The New York Times, donde, quizá, ese hipotético libro, un día traducido al inglés, podría convertirse en un millonario éxito internacional.
El concepto de best seller (o “superventas”, como prefiere el DRAE) encierra una categoría perfectamente neutra que, sin embargo, ha acabado designando realidades muy heterogéneas. En sus orígenes se refería simplemente a lo que la expresión denota: los (libros) que se venden más. Luego vino la confusión: puesto que los títulos que se vendían mejor coincidían habitualmente con los de tirón más popular, y éstos no siempre se adecuaban a los estándares estéticos de la “alta” cultura, el adjetivo-sustantivo pasó a calificar también a aquellos libros que, precisamente por venderse bien, eran sospechosos de insuficiencias literarias.

Ahora ya sabemos que hay unos best sellers –desde El Quijote o el Werther hasta El guardián en el centeno o Cien años de soledad– que tuvieron su “momento” y supieron prolongarlo, reviviendo incluso tras “purgatorios” críticos y olvidos generacionales: son los long sellers, a los que la pátina del tiempo ha dotado de un estatuto más prestigioso. Y también sabemos que hay otros de éxito fulminante que no consiguen superar la prueba de su primer cuarto de siglo porque su popularidad no esconde más que complicidad con el inmediato y efímero Zeitgeist en que aparecieron. Son los fast sellers: meteoros que irrumpen con estrépito porque son de alguna manera esperados y se hacen cómplices de la sensibilidad o de ciertas ansiedades del instante. Claro que hay fast sellers que saben convertirse en long sellers: como el Cándido de Voltaire o el Tristram Shandy de Sterne (ambos de 1759) o la Lolita de Nabokov (1955).

De manera que no hay reglas inamovibles: cualquier libro puede convertirse en best seller. Por razones elementales de mercado, los grandes superventas suelen ser novelas: en la lista avalada por la Federación de Gremios de Editores de España sólo 1 de los 25 libros más leídos en 2008 (El secreto, de Rhonda Byrne) responde a lo que los anglófonos designan como non fiction. Aunque no es infrecuente encontrar “ensayos” entre los más vendidos: La Reina muy de cerca, de Pilar Urbano; Por qué somos como somos, de Eduardo Punset, o Gomorra, de Roberto Saviano, son algunos de los que se han posicionado en los últimos meses en las listas españolas de superventas.

Un best seller es prácticamente impredecible. Los editores de los grandes grupos españoles rechazaron el primer Harry Potter porque les resultaba excesivamente british para nuestros niños, un tren del que se aprovecharon los independientes de Salamandra. No ha sido el único resbalón sufrido por los más grandes de la edición: ahí tienen El código Da Vinci (2003), del que se han vendido más de 60 millones de ejemplares en todo el mundo, y que en España publicó Umbriel.

Los best sellers más llamativos son los más inesperados. Soldados de Salamina, de Javier Cercas, se publicó en marzo de 2001 con una tirada en torno a los 5.000 ejemplares. Las primeras críticas fueron positivas, pero no tuvieron mucho que ver en el apabullante éxito de la novela, alentado por un frenético “boca a oreja” (la más imbatible herramienta promocional) que la convirtió rápidamente en un auténtico bombazo. La novela de Cercas –de la que se han vendido más de un millón de ejemplares– había logrado transgredir el espacio al que teóricamente parecía destinada. Se produce así ese (feliz) “malentendido” al que se han referido los escritores cuando pulverizan su umbral previsible de ventas. Algo que, dicho sea de paso, suele suceder cuando sus obras admiten una pluralidad de lecturas susceptible de interesar a públicos muy diversos y cuyos gustos se encuentran habitualmente segmentados.

La crítica influye poco en la creación de un best seller: quizá debido a que en nuestro tiempo participa de la misma crisis de auctoritas que ha afectado a los intelectuales y a las llamadas “grandes narraciones” ideológicas. Pero existen otras formas de auctoritas que pueden hacer mucho por la venta de un libro: la de los políticos, por ejemplo. El presidente Kennedy no ocultaba su debilidad por las novelas de James Bond, lo que contribuyó a su extraordinaria difusión en EE UU. Felipe González convirtió a las Memorias de Adriano (Marguerite Yourcenar, 1951) en un leve seísmo editorial; y las alabanzas de Joschka Fischer a La sombra del viento, de Ruiz Zafón, ayudaron a que se dispararan sus ventas en Alemania.

También influyen en el éxito de un libro la opinión de otros personajes mediáticos, con tal de que se hallen investidos de esa forma contemporánea de auctoritas que confiere el espectáculo. El gran ejemplo, pero no el único, es Oprah Winfrey, la gran comunicadora estadounidense. Marcel Reich-Ranicki, uno de los más influyentes y polémicos (y cascarrabias) críticos literarios alemanes de posguerra, consiguió, desde su programa televisivo, convertir la muy literaria Corazón tan blanco, de Javier Marías, en uno de esos “malentendidos” comerciales. La novela, publicada inicialmente con una tirada más bien corta, ha vendido en Alemania 1,3 millones de ejemplares: más de la mitad del total de ventas conseguidas en el resto de las 33 lenguas (incluida el castellano).

Desde que, a principios del siglo XX, se popularizaron en Estados Unidos las listas de best sellers no han faltado los intentos editoriales de fabricar éxitos instantáneos: libros de encargo basados en fórmulas estereotipadas o miméticas (como los innumerables clones surgidos al calor de El código Da Vinci) y muy pegados a las aspiraciones, angustias o curiosidades que se atribuyen a un determinado público en un momento dado. O, en sus modalidades más chabacanas y contemporáneas, que explotan el tirón mediático de ciertos famosos-por-ser-famosos que ponen en letra impresa las mismas inanidades y desparpajos que los han hecho populares en las pantallas de la tele. Convertidos de la noche a la mañana en “escritores” a cambio de un nada despreciable anticipo, sus libros (“de usar y tirar”) suelen ser auténticas burbujas que estallan sin dejar más huella que la de su propia futilidad.

En otros casos –que revisten mayor interés literario y logran mejores resultados comerciales– son los propios escritores quienes se plantean escribir un best seller, algo nada fácil, en todo caso, y cuyo éxito no está garantizado. Umberto Eco, autor de uno de los más duraderos superventas de finales del siglo XX (El nombre de la rosa, 1980), se ha referido en alguna ocasión a la enorme atracción que sobre él ejercía la idea de participar en un juego del que se conocen bien las reglas y las piezas, pero cuyo resultado es siempre incierto. Frederick Forsyth (Chacal, Odessa) y el tándem formado por Dominique Lapierre y Larry Collins (¿Arde París?, Oh, Jerusalén), autores que planificaban e investigaban cuidadosamente argumentos y tramas de interés popular, utilizando la siempre rentable mixtura de realidad histórica y ficción, modificaron sustancialmente el concepto de best seller durante los años sesenta y setenta. Luego vinieron los grandes nombres del fin de siglo, rápidamente convertidos en la más preciosa posesión y objeto de deseo de las megacorporaciones de la edición, e inquilinos permanentes de esa rentabilísima finca que es la lista de superventas: Ken Follet, Stephen King, Danielle Steel, Tom Clancy, Anne Rice, John Grisham, Mary Higgins Clark, Michael Crichton, Patricia Cornwell. Su fama y prestigio mediático han contribuido a que la lista de superventas haya terminado por convertirse para los públicos más amplios y mediatizados (y, lo que es peor, para muchos editores) en la mejor visualización no ya del éxito mercantil, sino del valor literario: tanto vendes, tan bueno eres.

Un ‘best seller’ de masas –una categoría en la que podrían incluirse algunos de los grandes éxitos de los últimos años, desde la serie de Harry Potter o El código Da Vinci hasta la saga Crepúsculo, de Stephenie Meyer– es un fenómeno sociológico. La publicación de cada libro, más allá de sus contenidos, se convierte en un acontecimiento por sí mismo. Sólo así se explica, por ejemplo, el gran show global que se organizó el 16 de julio de 2005 cuando, tras el riguroso y astuto embargo al que había sido sometido, se puso a la venta Harry Potter y el misterio del príncipe, sexta entrega de la saga. En sólo 24 horas se vendieron un millón de ejemplares en el Reino Unido y un total de nueve millones en todo el mundo. ¿Fue sólo curiosidad por saber qué le iba a pasar al joven mago?

El best seller cambia al ritmo vertiginoso de las nuevas sensibilidades e intereses. Habrá best sellers mientras haya lectores. Y sobrevivirán incluso al libro: ese artefacto que el DRAE caracteriza en su primera acepción como “conjunto de muchas hojas de papel que, encuadernadas, forman un volumen”. Una definición que tiene muy poco que ver, por ejemplo, con la realidad más virtual de las keitai shosetsu, esas novelas de tramas sencillísimas escritas para ser descargadas y leídas en los teléfonos móviles y que han conseguido conectar con la sensibilidad de un amplísimo sector de los adolescentes japoneses. Quizá, más pronto que tarde, las listas de los más vendidos sea sustituida por la de los “más descargados”. En todo caso, los resultados (y no sólo los comerciales) serán muy parecidos.
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